DON PEPE


Hay personas que, aunque no son de la familia, forman parte de nuestra vida porque completan el cuadro, por ejemplo; De tu infancia. Las celebro con mucho cariño.


En la cuadra donde estaba mi casa, casi en la esquina había un estanquillo o tiendita que atendían una pareja de viejitos. No los recuerdo ni más ni menos jóvenes. No sé cómo, pero se han fijado en la memoria solamente como personas mayores. Eran Don Pepe y su esposa. 


Don Pepe era un viejito callado, muy trabajador. Desde que levantaba la cortina de su negocio empezaba su rutina. Sacaba un medio barril de madera con un cincho de metal, y dentro acomodaba un bote de lámina. Procedía a cortar en trozos un gran bloque de hielo el cual había sido dejado previamente junto a su cortina por el camión que lo surtía a diario. Acomodaba los trozos alrededor del bote, y agregaba mucha sal.


Luego se sentaba en un banquito y en una tabla encima de sus piernas partía limones, los exprimía en una cubeta llena de agua, agregaba azúcar, hacía la limonada y la vertía en el bote. Empezaba entonces con mucha paciencia a darle vuelta tras vuelta. Izquierda, derecha, por un buen rato hasta que se formaba la nieve de limón que los niños de la colonia venían a comprar todos los días.


También se dedicaba a preparar mermelada de guayaba o de alguna fruta que ya no estaba en muy buen estado, pero que con el azúcar y con el gusto que tiene uno de niño por lo dulce, nos vendía untando una cucharada bien servida en un cuadrito de papel de estraza. Esa misma técnica era aplicada a la venta de cajeta de no sé qué procedencia, pero que sabía tan rica que pasando la lengua un sinfín de veces se agotaba en el papel que quedaba limpio para tirarlo. 😊


Su esposa Doña Rebequita era la que a veces ponía orden en esas ventas de dulce y nieve. Ella era menos generosa en las porciones. Se notaba que no estaba de acuerdo en que Don Pepe sirviera de más. Por eso él siempre estaba callado, no discutía. Se dedicaba a trabajar en lo suyo con calma infinita.


En la tiendita ellos vendían toda clase de mercancías. Frutas y legumbres, café molido, lazos para tendedero, fibras para limpiar los trastes, abarrotes, y en una especie de vitrina había queso “blanco”.

 ¡Ah, ese queso! El color blanco era su distintivo, pero la variedad me resulta a la fecha desconocida. Es, un recuerdo imborrable, igual que el guacamole con cilantro que mezclaba Don Pepe con los aguacates ya a punto de no venderse. Pero que eran muy bien aprovechados para la preparación de tortas, que Doña Rebequita se encargaba de componer para los trabajadores de una fábrica.


Como la tiendita estaba enfrente de una panadería, los trabajadores pasaban a comprar bolillos o teleras recién horneadas. Se las llevaban a Doña Rebequita y ella consultaba si las querían de queso de puerco o de queso blanco. ¡Agregaba el guacamole y listo! La comida cotidiana para ellos, a quienes yo veía sentados en la banqueta, tomando refresco y mordiendo la “antojable” torta, que me hacía pensar a que sabría.


Cuando por alguna razón Doña Rebequita no estaba en la tienda Don Pepe era el que hacía las tortas. Partía el pan con el mismo cuchillo que cortaba los limones, la fruta, los aguacates, el papel, las guayabas, o lo que fuera. Con esa higiene la hoja del cuchillo podía dejar una marca negra o verde, amarilla o de algún otro color en la blancura del queso. No obstante, el día que tuve dinero que no gastaba en la escuela, corría a comprar un bolillo, ordenaba la torta de queso blanco que me consta, ¡era una delicia!

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