EL POPOCATÉPETL


De las historias de familia que son para toda la vida, ir a escalar al imponente Popocatépetl o a la majestuosa Iztaccíhuatl es otra enseñanza de mi papá.

Él tenía alma de alpinista. Amaba especialmente al volcán. Cuando era la temporada para subir por las condiciones más seguras de la nieve, ya tenía listos los piolets, los crampones, chocolates, té de limón, y jugos. Llevaba a quienes queríamos ir con él.

Emprendíamos el viaje hacia Amecameca. De ahí había que tomar una camioneta que nos llevaba hasta el refugio de Tlamacas. El primer punto para pasar la noche y atacar la cima en la madrugada.

Para mí, estar en ese refugio era casi no dormir. El frío y la emoción se combinaban para estar atenta a los sonidos. En la obscuridad se escuchaban hasta muy tarde, las pláticas y risas de otros montañistas jóvenes que llegaban a todas horas y se preparaban también para intentar subir. Muchos de ellos realmente no sabían a lo que se iban a enfrentar.

Los alpinistas conocedores, respetan el silencio. llevan todo el equipo necesario y al final acallan las voces para que la noche sea apacible. Mi papá alguna vez perteneció a los grupos de alpinismo que se proponen conquistar los picos más altos de México y logran un reconocimiento a su esfuerzo. Sabía bien el solemne significado de pisar el suelo sagrado de los volcanes. Como no tenía los medios económicos para comprar buenos equipos, él mismo fabricaba las herramientas necesarias.

La Montaña y el Volcán son símbolos de Fuerza; De Resistencia; De Honor. La confrontación consigo mismo está en el fondo de una escalada. Caminar en la blanquísima nieve “eterna” de las alturas libera el espíritu y te llena de humildad.

Todas las ocasiones que fuí a esa aventura tuve esa sensación y un valioso aprendizaje. Cada paso en el terreno pedregoso y en la arena suelta de algunos tramos, me provocaban desaliento y mucho cansancio. Me animaba el ver a los cuervos negros graznar, volando cerca de nosotros. También ver a mi padre que no aceptaba pretextos de dolor de cabeza, ni de dientes, ni mareos causados por el acenso.

Cuando por fin hacíamos un descanso, el agradecimiento silencioso era enorme. Mi papá nos daba una taza de té caliente, y un trozo de chocolate que sacaba de su mochila. Lo repartía, y al tomar el pequeño refrigerio, sabíamos que era para que se tuviera la idea fija en llegar al siguiente refugio a más de 4,500 metros de altura.  

Si las condiciones del tiempo cambiaban, no importaba si ya se veía el borde del labio menor del volcán, regresábamos todos sin hablar con ese sentimiento de no haber llegado a la cumbre ese día, pero con la certeza de que el volcán con sus nieves eternas estaría para retarnos nuevamente.

No importaba si en alguna ocasión no pude ni subir las escaleras en casa para ir a mi recámara a dormir, sucia, despeinada, con la ropa arrugada, pero con la fascinación de haber pisado esa nieve blanca y brillante que a veces había visto desde lejos, pero que también conocía con la cara de frente al viento helado, y con el corazón latiendo a tope.



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