LA SEÑITO MATILDE


Ella era una profesora jubilada, de quien  en su honor una escuela llevara su nombre. En casa le decíamos La Señito, como una muestra de respeto a su profesión y a que tenía muuuchos años. Vivía cerca de nuestra casa. No recuerdo exactamente a partir de que fecha, pero mi madre, al ver que le costaba trabajo caminar y pasaba a diario rumbo a la tienda a comprar algo para comer, le ofreció que de la comida que preparaba para nosotros, podía ponerle sopa y guisado en unos recipientes para llevar. Ella aceptó de muy buena gana.

Con el paso del tiempo, mi mamá se fue enterando un poco de su vida, y como éramos niños, nos contaba su historia para que fuéramos acomedidos, le ayudáramos a cargar su bolsa del mandado, y la acompañáramos hasta su casa. Supimos que había sido maestra de educación primaria para niños y niñas. Que vivía en aquella casa cercana, con un hijo retirado del ejército, pero que su compañía realmente era un viejo perro al que llamaba el “Oso”, el cual siempre iba a su paso, tan cansado como ella, a recorrer la media cuadra para llegar a la tienda en donde compraba su “mandado”.

La Maestra le contó que algunas veces se paraba frente a nuestra puerta que era de barrotes, para vernos jugar. Una vez quedó encantada al ver que habíamos llenado el largo patio con un montón de ramas secas que en nuestra imaginación formaban un bosque. Les habíamos enredado listones y flores de papel. Para ella, cuya vida había transcurrido entre gritos, alboroto y carreras de niños, esa visión la cautivó de manera que eso facilitó que se acercara a mi madre y aceptara pasar agradecida todos los días por la comida cuándo le ofreció ese servicio.

A partir de ese día cuándo me tocaba el turno de llevar su bolsa y la comida, entraba a su casa con un sentimiento de recelo. El ambiente era frío, estaba como en penumbra a pesar de ser de día. A veces se oía ruido en el piso de arriba al que se llegaba por una escalera semicircular de color rojo como de piedra molida.

Una vez al voltear vi en lo alto a su hijo. Era un hombre mayor muy delgado de rostro huesudo. Por lo que sabíamos, pasaba su vida  en solitario y casi nunca bajaba. Me sorprendió ver su cara con un parche negro que le cubría un ojo. Así que puse las cosas en la mesa de la cocina lo más rápido que pude y salí corriendo hacia la calle.

En otras ocasiones ella decía que su hijo no estaba. Entonces con más calma y curiosidad me asomaba al jardín que estaba en la parte posterior de la casa. Se veía totalmente descuidado, lleno de basura de hojas y plantas secas. Si el Oso escuchaba ruido entre la hojarasca, o alcanzaba a ver algún gato, casi se arrastraba, pero lo perseguía con todas sus fuerzas.  

La Señito se angustiaba por su querido perro, me decía que si ella se moría que iba a ser de él. Tan viejo y enfermo nadie lo iba a querer. Por eso ella deseaba que él partiera primero, para estar tranquila y luego ella se iría en paz.

Años más tarde se concedió su deseo. El Oso se puso muy enfermo, me tocó ver su agonía. Vi las lágrimas que ella derramó con la tristeza profunda por su compañero de vida. Tiempo después le tocó a mi madre presenciar la muerte de la maestra. De acuerdo con su relato, le quería decir algo, pero ya no podía hablar. Tal vez era que tomara dinero debajo de su colchón que le quería regalar, o que me diera la cajita con un prendedor de una escuelita con su campana que me había prometido. Ya nada de eso fue posible. Sólo quedó su recuerdo y mi deseo de que en donde quiera que esté sea muy feliz, acompañada de su fiel  perro el Oso.

2 comentarios:

  1. me recordaste a mis propios profes, la mayoria ya entrados en años, sobre todo mis monjas del IPAE cada una de su sello particular, cada una la huella que dejó, que seguramente hayan partido, pero que dejaron en cada uno su granito de arena para ayudar a ser lo que ahora somos.

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