ANGELA



Hay almas inocentes que nos pueden dar lecciones. ¡Cómo es que no las vemos! Nos damos cuenta muy tarde. Lo siento.

Ni ella misma sabía su edad. Pero se podía adivinar por su aspecto, que ya eran muchos años los que esta bondadosa anciana había vivido. Siempre sonriente, con una figura menudita vestida de ropa sencilla y sobre todo un delantal. Su cabello blanco trenzado, su rostro llenito de arrugas en donde sobresalían sus ojillos brillantes como su mejor característica que la definía como una mujer inquieta, inteligente, sumamente conocedora, desafortunadamente, de muy crueles momentos en su largo andar.
De niña, no tuvo la oportunidad de ir a la escuela. siempre recordaba con tristeza que eso no estuvo a su alcance. 

En su silencio se notaba el recuerdo que mejor guardaba para sí misma con mucho pesar. Pero de manera instintiva hacía preguntas, investigaba, ponía atención y se enteraba de cosas que, si hubiera tenido libros, posiblemente habrían sido sobresalientes sus aportaciones para muchas preguntas y respuestas interesantes.

De su juventud no decía mucho, pero debió ser doloroso y difícil entender cómo es que no tenía ni un documento que acreditara su “existencia social”. A nadie le importó registrar su nacimiento y dejar esos primeros datos de quienes fueron sus padres, abuelos, o al menos testigos, de su presencia.
Tampoco hablaba de lo que aconteció para que ella tuviera un hijo quien vivía con ella en un cuarto en la esquina de una casa que le dejaron a cuidar “los patrones” que desde siempre le habían dado trabajos de cocinera, ama de llaves, cuidadora de terrenos y demás. 

Como la dejaron a vigilar la propiedad, pero sin una remuneración fija, ella tenía que salir a trabajar en servicios domésticos para ganar dinero y mantenerse junto con su único hijo, al que dedicaba su cuidado con detalles extremos como “voltear el cuello luido de sus camisas” con costuras hechas a mano para que él tuviera ropa limpia y presentable.

Lo único que alguna vez comentó, algo tímida pero feliz, fue que su hijo ya de adulto era bailarín de danzas regionales, así que debía tener sus indumentarias limpias y planchadas. Cuando ella llegaba a su “casa” después del trabajo se ponía a remendar, dejar lista la ropa, hacía la comida para los dos y arreglaba todo lo que podía en su habitación en la penumbra con la escaza luz de un foco pálido que colgaba del techo de láminas de asbesto.

Los Domingos, eran días de descanso. Ella se iba caminando al mercado con un carrito para cargar la compra y regresaba con su paso cansado, pero de algún modo ágil para empezar de nuevo toda la semana.  No obstante, lo precario de su situación, decía que estaba bien y contenta. Es difícil de entender, porque otras horribles vivencias estuvieron para llevarla a un final incierto, posiblemente lleno de pesar.

 Sobre sus  muchos años, el trabajo diario interminable, su permanente  disposición de ayuda para otros, le ocurrió una desgracia terrible. Su hijo se contagió de una enfermedad que en sus inicios fue satanizada y desató comportamientos de segregación social muy fuerte e irracional. El desprecio por las personas con Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida era casi “bien visto” y un día vecinos ignorantes y/o mal intencionados, argumentando que su hijo tenía SIDA se atrevieron a quemar sus pertenencias. Prendieron fuego en su cuarto y todas sus cosas quedaron inservibles. 

Ella estaba inconsolable. Nuevamente no entendía que pasaba en su vida. Los pocos momentos de “tranquilidad” estaban es su trabajo en donde lamentablemente tampoco se le dio el valor a su esfuerzo, ni se tuvo un gesto de humanidad para darle consuelo. Se supo de todos sus padecimientos, pero se hizo muy poco o nada para darle apoyo.

Se sabía que sus patrones de siempre se harían cargo de llevarla a otro lugar y los remordimientos de conciencia se acallaron en el transcurrir de las rutinas y problemas personales de la gente que la conoció, como dejando a los otros la responsabilidad de ampararla. Ahí es dónde surge el reclamo fuerte para la falta de atención a la vida. Los porque inútiles, y que no se olvidan.

El recuerdo de su vida aun que ella la sobrellevó con la famosa “resignación” no quita la crueldad e indiferencia que se pretexta de los que pudieron en su momento tener actos de humanidad para su persona. No vale que un ser humano sea indiferente y la indolencia se exhiba como una opción.

Perdón Señora. Aún que no sirva ya de algo. Por eso es por lo que la memoria y los recuerdos de esos actos nunca se pierden. La vida reclama el haber omitido la oportunidad de estar atentos, estar dispuestos a ofrecer un poco de lo mucho que a unos se les otorga como una prueba de compasión.

No es advertencia, ni juicio, es una constancia para estar alerta con las almas que con su existir nos tocan, tan cerca, que podrían verse si se enfocan con Conciencia entre tantas distracciones y apariencias. Antes de que sea tarde.

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