LA CASA

Esa casa es de las que se guardan  como un vitral de recuerdos bañados por tenues rayos de luz y sombra. Rememorados por las vivencias, pero más, con la imaginación desde la inocencia infantil en donde los significados todavía no son muy claros respecto a lo que representan las grandes pérdidas que afortunadamente se convierten en el cimiento de una fortaleza inigualable. 
 

Un relato semejante inicia con la llegada de mi madre a su casa, la casa de sus padres, en ese viaje de emergencia que emprendimos desde la ciudad de México hacia Iguala al enterarse que mi abuela estaba grave. La descripción posterior de mi madre en la cual nos contaba como al llegar a la casa vio a una persona llevando un florero por uno de los corredores, lo que le hizo dar un vuelco a su corazón, acelerar el paso y no obstante perder de vista al sujeto.Tener en alerta total todo su ser, para enfrentar la escena de la habitación con cuatro cirios que ella adivinaba con el ambiente doloroso que encontró a pesar de sus oraciones.


Esa casa antigua de los abuelos que también fue un espacio lleno de alegría como ella recordaba al contarnos cuando mi abuela le organizó una celebración de bautizo para ¡uno de sus muñecos! en el gran jardín central que la casa tenía, que era usual en su época, con una fuente en el medio, arcos y un pretil que adornaban los pasillos en un  diseño cuadrado que distribuía todas las habitaciones.



Hubo “sacerdote” para oficiar la ceremonia, ropón blanco muy elegante para el muñeco, y mantecado de vainilla con soletas para todos los invitados. Yo me perdía en mi imaginación armando esas añoranzas deleitada con sus relatos. Recreaba el jardín lleno de plantas y flores, la fuente con el sonido del agua y la luz filtrada entre las gotas que caían brillantes. La imagen complaciente  y orgullosa de mi abuela para  con su hija primogénita...
Mi madre decía que siempre tuvo un par de sandalias en cada color para hacer juego con sus vestidos. Que vivió una infancia muy consentida y feliz en aquella casa.


Así que esa casa la conocí de muchas maneras en diferentes edades.  La recuerdo en los primeros años infantiles, junto a la sensación de peligro con un tono obscuro pero vibrante, por la infinidad de advertencias para no tocar debajo de las sillas y mesas, sacudir los zapatos por la mañana al despertar antes de calzarlos, poner bien cerrado el pabellón a la hora de dormir, y tener mucho cuidado al ir al baño, o la cocina, o la sala, y en general a todos lados, de día y de noche, por la presencia frecuente de los famosos alacranes güeros característicos de Iguala. Mi madre tenía terror de que nos fueran a picar, por lo que acompañaba las advertencias con los detalles de cómo la gente “se trababa” por el veneno. Que sentían una madeja en la garganta que no les dejaba respirar y el fin terrible que les esperaba. Nos mostraba la hoja de una planta llamada luto, que se usaba para atenuar el dolor  que producía el aguijón si se tenía la suerte de salvarse. Eso era emocionante y definitivamente nos tuvo siempre en alerta.



Otra vivencia, pero con una gama luminosa, es la de la casa  por las tardes-noches bajo la gran fronda de una ceiba milenaria que aún está viva,  y se localiza en  el sitio de lo que era el patio trasero. A mi madre no le gustaba que fuéramos a ése patio. Pero por supuesto a mí, a mis hermanos, primos, o amigos, nos encantaba escaparnos por la puerta de madera colocada en la división de la casa principal. Como la construcción era de adobe en las juntas de los bloques solía haber grandes telarañas extendidas, lo que suponía grandes animales que las hacían. Así que  si tomaba  una varita para hacer salir de su escondite  al habitante, se asomaba una araña negra enorme de largas patas,  la cuál corría rápidamente a buscar la supuesta presa y regresaba tan rápido como había salido al ver la telaraña sin algo comestible. Esa carrera nos ponía en suspenso y después de incomodar varias veces a las arañas, seguía en la búsqueda de otro juego en aquel espacio prohibido pero invariablemente recorrido en cada visita a la casa.

En unas temporadas la altísima ceiba  se desprende de una especie de cajitas en forma de almendra de color marrón,  llena de sus semillas que son como pétalos transparentes. Se pierde en el recuerdo si ésa misma ceiba o  el "Pochote" produce dentro de cajas similare  algo parecido al algodón. Pero el caso es que si alguna caja se abre en el vuelo, los pétalos caen suavemente, y dan una vista maravillosa, igual que otro árbol que suelta sus flores pequeñitas que giran al caer como en una lluvia, y llenan el suelo de ramilletes blancos.

 En ese patio había  también cuartitos que se alquilaban para pasar la noche a gente que venía de las rancherías a vender jarros, pan, cacahuates, o alguna mercancía, y otros cuartos eran rentados a diversos inquilinos, que compartían el agua de un estanque rectangular, y los lavaderos. Todas esas personas, por lo general tenía niños con quienes nos gustaba jugar y especialmente hacer una rueda para sentarnos en la tierra a escuchar historias de misterio al caer la tarde. 



Los muchachos más grandes nos contaban cuentos de un enorme sapo que se escondía debajo del lavadero. El bicho decían,  tenía un lomo rugoso con ampollas venenosas  y en la penumbra asustaba con sus saltos y canto, a los que se atrevían a cruzar el patio por la noche… todos los que escuchábamos aquel relato nos mirábamos encogidos de miedo y al final salíamos corriendo despavoridos para regresar por aquella puerta de madera hacia la seguridad de la casa en donde mi madre inocente creía que estábamos en la recámara ya listos para dormir como debería haber sido.


 

En un  inicio la casa estaba en un lugar privilegiado,  en una calle principal al lado de la catedral, y a una cuadra del zócalo.  Su ubicación fue motivo de historias de leyenda. Como que alguna vez los habitantes  y dueños del lugar, mandaron poner lingotes de plata para adoquinar un pasillo que los condujera hasta la puerta de la iglesia para  hacer las oraciones debidas. La leyenda clásica de los pueblos en donde había un tesoro enterrado y alentó a varias personas para pedir permiso a mi abuelo para escarbar en  lugares del gran terreno, gestando la duda de si alguno de ellos encontró algo, sin avisar, lo cual a mi abuelo no le preocupaba. 

 Así  que pasó el tiempo. La casa tuvo cambios, pero,  era muy sencillo y seguro cruzar la calle para ir a la iglesia,  a dónde en muchas ocasiones nos enviaban a traer el agua bendita de una cisterna alta que los curas habían puesto para que la gente se  la llevara en botellas o cubetas para el panteón y bendijera las tumbas. A mi me gustaba mucho subir la escalera y tirar la cuerda amarrada a una cubeta así como si fuera a un pozo, y sacar el agua. Recuerdo que a veces había algo que se movía en el agua a lo que la gente le llamaba "maromeros". A los niños nos llamaba mucho la atención y hasta era una hallazgo que nos alegraba... Mucho después entendí que son larvas de mosquito! nada recomendables y peligrosas por el paludismo y otras enfermedades que transmiten con su picadura por toda la región guerrerense y otras zonas.

Por su cercanía de la casa y con el clima tan caliente  de Iguala, el Zócalo era y  es, otro de los lugares preferidos  de la gente para ir  por las tardes a  pasear alrededor del quiosco  bajo las ramas de los arboles de tamarindo, o a  sentarse a tomar aguas nevadas de sabores, del  mismo tamarindo,o de jamaica, melón,  y una gran variedad de frutas  que se ofrecen en la nevería, igual que el helado de vainilla  o mantecado servido con "cajitas" que son panquesitos de harina de arroz muy típicos en muchas partes de Guerrero.


 Esas costumbres y lugares se conservan pero la casa se transformó. Especialmente se sintió el cambio cuando la matriarca fundamental, mi abuela, falleció. Los hijos hicieron su vida lejos. Los espacios realmente se quedaron vacíos. Fueron muy extensos para llenarlos. Por eso, mi abuelo acondicionó con locales para rentar la parte de enfrente, y dividió algunas habitaciones para sí mismo y las visitas.

Para ese entonces llegábamos a la casa pasando por una tlapalería que se instaló en uno de los locales. Así que lo primero en el recuerdo, es el olor de solventes, mastique, creolina, petróleo y herramientas, cuerdas, cadenas, variados instrumentos de labranza, carretillas y mil cosas más que al atravesar, se veían acomodadas en los anaqueles, vitrinas y el mostrador del negocio de Don Sirenio que era el inquilino. Ahí trabajaba y vivía junto con su esposa Doña Maty, su madre anciana Doña Millita, y alguna persona del servicio. 


Un precioso  recuerdo durante las visitas  a la casa en éstas condiciones, es el aroma del cacao tostado y recien molido. Al salir del local hacia el patio principal  interior,  algunas veces se oía la mano del metate que trituraba con la dedicación de otra mano experta, las semillas. Era el ruido que hacía una persona contratada para elaborar el chocolate.  Ella se arrodillaba frente a un gran metate  en donde molía los granos de cacao en su punto de tostado, los sacaba del comal de barro en donde seguía moviendo otros en proceso. La pasta de cacao que juntaba de la  molienda, estaba lista para agregar el azúcar y la canela que ya bien mezcladas amasaba para hacer un rollo que cortaba en rueditas para formar las tablillas y dejaba secar envueltas en papel de estraza  que se almacenaban en la alacena.

Todo ese ritual desprendía el aroma del chocolate que impregnaba el ambiente y se ha quedado inseparable del encanto de aquella casa. La extraordinaria  y deliciosa bebida caliente para el desayuno o fría para  preparar el agua del chilate, con la que se refresca la gente durante el día por el ardiente clima igualteco.  

Actualmente La casa como tal ya no existe. Está el terreno que mi abuelo  modificó muchas veces con diferentes construcciones para luego repartirlas entre sus hijos. Como ya tampoco existen esos herederos, los propietarios de la mitad de ese patrimonio ya no son de la familia. La otra mitad todavía la habitan familiares. Muy de vez en cuando pasamos a saludar. En medio de la plática se oyen las campanas de la catedral /iglesia de San Francisco patrono de la hoy ciudad  de Iguala. Su sonido reververa en   acordes con el aire siempre caliente, sofocante en alguna temporada. Evocan con su tañer aquellos días,  y se convierten en la música entre triste y alegre de los sagrados recuerdos en ésa magnífica y entrañable casa que ha formado parte de toda mi vida.