Llegamos muy de
mañana a ese recinto. La emoción por conocer un ritual tan antiguo llenaba la
imaginación con toda clase de sensaciones. La ruta había sido larga, y después
de cruzar el pesado tráfico de la ciudad, la vista de los grandes portones
apareció con la expectativa de que había detrás.
Eran unas
puertas altas, de hierro forjado con incrustaciones de madera que se abrieron
para dar paso al vehículo que nos transportaba. El chofer estacionó el auto en
un gran patio que era la antesala para llegar a otra puerta más pequeña pero
que parecía mucho más fuerte. Cuando estuvimos al frente de ésta tocamos una
campana colocada en el pórtico. No pasó mucho tiempo para que con suavidad
apareciera la persona que nos había invitado a participar de aquella
experiencia de silencio.
Nos hizo pasar y
empezó a guiarnos con un acuerdo tácito para bajar la voz. Contemplamos
con detalle una serie de construcciones rústicas distribuidas alrededor de un
jardín que mostraba el esmero en su cuidado. Tenía caminitos bordeados de macizos
de flores. Árboles frutales y de frondas adornadas con las bellas flores
blancas de magnolias que perfumaban el ambiente apacible del lugar.
En un instante
el recuerdo del ruido, bullicio y hasta de la emoción contenida quedaron en
calma bajo un manto de tranquilidad. De vez en cuando pasaba una persona por
los corredores que se vislumbraban más adentro. Pero como un velo que encajaba
sin alterar el conjunto que nos invitaba a ser parte de la armonía sin hablar.
Desde la primera
impresión permanecer calladas parecía ser el lenguaje mejor entendido. Con un
murmullo se nos asignó una sencilla habitación y la persona se alejó haciendo
una sutil reverencia. En una mesita encontramos el programa que habríamos de
seguir durante nuestra estancia que solamente tendría la duración de ese día. Afortunadamente
habíamos acordado con anterioridad que cada una viviría a su manera la
experiencia y desde ese momento “en buen plan nos separamos” para reconocer a
solas el significado de todo aquello.
A la una de la
tarde como estaba previsto sono la campana que llamaba para la hora de la
comida. Al abrir la puerta de la habitación inició una travesía misteriosa. Si
bien había personas caminando rumbo al comedor sólo se escuchaban los pasos
ligeros de todos. En el jardín brillaba el día. La vida seguía activa en ese
mundo dentro de otro mundo sin interferencia.
El comedor tenía
una larga mesa con sillas en donde elegimos dónde sentarnos. Se veían
rostros que pasaban sin detenerse en otros, para contemplar el techo atravesado
por vigas de madera. Unos vitrales de colores, que dejaban pasar la luz como un
arcoíris iluminaban la estancia. En un momento comenzó el servicio con una sopa
caliente muy buena. Había cestas con pan y jarras con agua. El guisado era en
verdad exquisito, y el postre fue de lo más especial, porque se reservó para la
salida.
Es decir que cuando todos terminamos la comida se nos indicó salir al
jardín que en la parte posterior era mucho más grande. Había bancas entre los
árboles que podríamos utilizar para tomar el caramelo que nos obsequiaban. Un dulce
de tamarindo en forma de gallito. Muy bien hecho con su cresta picuda sobre la
cabeza.
Con esa sorpresa
nos fuimos distribuyendo en solitario puesto que la regla principal era
permanecer en silencio “con nosotros mismos como compañía” En ese momento sin
saber cómo vino a mi mente una imagen envuelta en un vestido blanco con un
listón azul alrededor de la cintura. Estaba colocada en una gruta de piedra
negra con varias capas espesas que cubrían un poco la entrada. Había una fila
larga de personas que caminaban tocando las paredes a paso lento y con la vista
emocionada para enfocar en el fondo la figura que resplandecía con la luz de infinidad
de llamas de las velas que muchos encendían para dejarlas al pie de la cornisa
en donde se encontraba.
La visión resultó extraña, pero el ambiente que rodeaba
ese peregrinar era semejante al silencio que con deleite saboreaba transportada
con el caramelo que me habían regalado.
Lo más
sorprendente fue ver las miradas conmovidas de tanta gente que en su soledad
seguramente hacía una oración para clamar ayuda. Para conectarse con una fuerza
superior que salía de lo profundo de su ser para mirar de frente a la esperanza
que se necesita en un momento crítico desde muchos sentidos.
Cada persona se
acompañaba de sí mismo para recuperar la paz que había perdido y que se siente
tan abundante en un lugar de comunión con algo o alguien inefable. La
sensación de encontrar una respuesta era compartida.
Mis pensamientos
se centraron en el sentimiento colectivo que llena de energía humanitaria a
muchos lugares que favorecen por tradición los encuentros para confirmar que
nunca se está solo. Que hay en nosotros mismos la identidad única que se adivina y que parece perdida. La creencia personal sobrepasa la fama que por un motivo
específico se adjudica a un espacio. Pero motiva el peregrinar, con el deseo del encuentro inicial y final con ese Ser que permanece oculto. Realmente existe una necesidad de
encontrar una solución para algo que se entiende o mejor se intuye que está
fuera del alcance de los sentidos pero que se ha evocado en todos los tiempos, en diversas
situaciones, con la seguridad de que existe. Que es un respaldo seguro de ese yo
mismo.
Reviví viajes y
visitas similares que se revelaron con la energía acumulada por las personas
que deambulan hacia algún punto en particular. Se concentra para irradiarse
luego al encender las velas que llevan, y que se convierten en el interlocutor
de sus peticiones y búsquedas. Al alejarse en diferentes direcciones, se expande con la
renovación de sus creencias y un anhelo que los unifica.
Para eso se han
edificado construcciones de todo tipo en dónde se deposita la propia convicción
de lo supremo. Estupas, pagodas, columnas imponentes coronadas por círculos o
pirámides esparcidas por todo el mundo, que concentran el silencio más profundo
y poderoso.
Enclavadas en la
selva, en medio del océano, un río o un lago. En un punto diminuto de extensos
desiertos y cordilleras. Trasmutando los elementos que conforma a cada individuo y a toda la creación. Para lograr la identidad única del que
acude solo y se agrupa por la atracción misteriosa que lo atrapa para que al
final se libere de las cargas que lo agobian y se caigan los velos que dificultan su visión.
Con la mirada
perdida en el horizonte la mente recorrió escenas de ensueño. Hombres y mujeres
vestidos con túnicas amarillas y anaranjadas en países de suma pobreza.
Indumentarias albas y obscuras con sellos que los hacían lucir diferentes en apariencia. Habitantes de ciudades prósperas o en desarrollo que con murmullos y/o sonidos estridentes realizan
rituales de todo tipo. Para honrar a los que se han ido o para celebrar una
espera en el futuro pero que el mismo misterio exige acciones en el presente.
Con la llamada
de una campanita triple se puso fin al reencuentro. No pudimos imaginar que la invitación que
recibimos superara el alcance de nuestra experiencia con la aceptación, en principio,
de hacer un viaje a solas, no obstante, el estar con otras personas que anhelaban posiblemente el mismo destino.
Coincidimos en
que el silencio es más elocuente como un lenguaje común, no importa en dónde te
encuentres. Para comunicar todo concentrando tu atención. Es un misterio a la vista. Pero increíblemente permanece inútil por
la simplicidad con que se presenta. Cerrar la boca. Abrir la mente.
Comulgar con uno
mismo fue el resumen que con prisa generó el deseo de; ¡Correr a contarlo! ¿¡Qué
paradoja tan común e inexplicable!? Es
como ver una llave en la cerradura de un cofre para abrirlo. Pero que es más
fácil de enterrar para seguir buscando el misterio que encierra y buscar una
vez más.
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