Con que al parecer vamos lento. Así parece. No porque la peste ataca y andan todos asustados tratan de cambiar algo. Les pega solamente un rato sentirse mal o querer hacer de otra manera su vida. Luego, ya usted ve; a “todo lo que dan” en grupos de compra y venta, de desolación y fiestas, de desalmados y temerosos sin acordarse de nada. Según se dice hay como un miedo que va y viene entre el relajo y estarse quietos. Renovar lo que quisieran no tiene nada de fondo. Lo que sí se nota es que hay más descarriados. Dicen que se han perdido sus almas entre tanto alboroto. Bueno, y dicen almas unos, pero otros ni a eso llegan. Son como las bestias de presa que andan errantes agarrando lo más fácil en dónde se puede. No les importa si hacen daño o hasta que les haga daño. La cosa es agarrar sobras por donde sea fácil y caer encima de los incautos; su manera es sobrevivir a como dé lugar.
Figúrese; los
que se la pasan en algo que sirve, y se necesita para muchos, no son
apreciados. Se les trata sin mirarlos. Es una rutina que la mayoría hace como
llevados por debajo de las cosas, por abajo de la gente, arrastrados por sus entretenimientos,
ausentes, sin rumbo. Así pues, cómo van a llegar a una parte. Lo curioso es que
ni se dan cuenta. Creo que usted y yo ya estamos rotulados como bichos raros. Estamos de estorbo viendo cosas que
inquietan, alarmas y señales por todos lados, pero nomás nosotros. Será que los
que se ponen a observar ¿ya no se ven?
Mire, ponga cuidado…
Por la calle
apareció una banda de muchachos; su caminar era disparejo, con una mirada huidiza
hacia todas partes. Se comunicaban con gestos, movían la cabeza y las manos
para señalar. Se dirigían hacia una institución bancaria. Cuando estuvieron
cerca, uno se detuvo y se sentó en una jardinera, otro se quedó de pie
fingiendo hacer algo. Un tercero se recargó en la pared cerca del cajero
automático. El que permaneció sentado sacó un teléfono celular de su bolsa y empezó
a gesticular, pero se veía que su boca pronunciaba palabras con mucha calma.
Hizo un ademán para llamar a su lado al que estaba parado y le pasó el teléfono.
Así que lo tuvo en la mano, el chamaco se paseó con el aparato muy pegado a su
oreja y con cierta prisa habló por momentos alterado, se calmó cerrando la
conversación, para regresar el teléfono al que estaba sentado, el cual, cruzó las
piernas muy complacido, y continuó hablando, volteó a ver al que estaba en
espera recargado en la pared, y le hizo señas como de apurarse.
El señalado
entró al cajero y tecleó en la máquina. Observó con avidez la pantalla;
nuevamente oprimió el teclado, y fijó la vista en los números que aparecían.
Volvió a teclear ágilmente y cerró la sesión. Salió aparentando tranquilidad, se
detuvo en un lugar más alejado, levantó un brazo y mostró su mano para indicar que
habían concluido. En un momento los tres se movieron y se juntaron más adelante
en dirección hacia un sitio en donde se ubicaba otro banco.
¿Sabe usted lo
que posiblemente ha pasado con esos hombres? Le voy a confiar lo que ha pasado:
Creyeron hacer un gran negocio. Este día posiblemente tendrán para comer, para
comprar cosas que les gustan. Hay muchas baratijas que les llaman la atención y
quieren tener para presumir en sus escondites. Tienen muchas ansias de apegarse
a cosas que les sirven para pasearse enfrente de los que consideran tontos.
Quieren sentirse importantes. Quien sabe a quién tendrán que rendir cuentas y
si lo que sacaron sea todo para ellos o alguien les exigirá una tajada. Después
de su supuesto triunfo viven con miedo, apartados la mayor parte de su tiempo
ante el temor de ser reconocidos.
No miden que hay
porquería cuando bajan la cara, en sentirse inquietos todo el tiempo. Corren a salto
de mata vagando, pero presumen de su astucia con sus conocidos de quienes
desconfían mutuamente a su alrededor. Su disfrute se evapora rápido, porque lo
que creen haber ganado ha sido mal habido. Cambian su tranquilidad, pierden su paz,
pero más les gana atarse a sus amos que son de algún modo ídolos para sentirse
alguien. El confidente se quedó pensativo, no sabía bien que contestar, pero
empezó a decir: Mire usted, yo sólo sé que hay muchas cosas que deslumbran en
el camino. He conocido cantidad de gente con una historia que no termino de
entender. Ellos mismos están hechos una madeja con cadenas que se les enredan. Menos
les importa el quehacer de quienes se burlan. Al querer tener tantas cosas para
disque sentirse bien, luego les sale cola porque se atan al cuidado de lo que
han juntado. Se arriesgan a ser presos de muchas maneras. entonces por eso siempre que escucho un cuento
en dónde sale la avaricia humana no sé a qué le tiran.
Cada vez se labran
su propia condena. Que les valga; siendo que en esas circunstancias la gente se
pone a reclamar a las cosas que nunca les llenan y las culpan por lo que les
pasa. Puede que, en una de esas, se metan en sus cabezas, saquen algo de
provecho viendo tepalcates que no les sirven y figuras mal hechas con muchos
ojos que se opacan. A veces he encontrado que se puede ver derecho. Es algo
como milagro, cuando pueden dar un saludo al paso. Se nota que han hallado un
poco y aunque a veces vuelven a las andadas yo digo que ya tienen remedio.
Ahora sí que me
ha dejado usted sin palabras. Sin querer me ha dado una lección. Al contarle de
lo que esos muchachos estaban haciendo se me revolvió el enojo que a veces
cargo por tanta marrullería. Por el gran descaro que tiene que ser castigado. Le
confieso que he visto maldades, que entiendo el querer desquite. Que me agarra
el asco porque se llevan entre las patas a gente que no se lo espera, que tiene
otra manera de ganarse lo que se ocupa. Pero ahora me desdigo; los desalmados
son los que llevan el lastre. Usted con su modo de ver las cosas me da a
entender que cada uno va a traer lo que ande buscando y lo cargará como un yugo igual que las bestias que aun que anden sueltas se quedan paradas para otro día
repetir un surco sin descanso.
Ahí le va un
cuento que mi nieto no sé de dónde lo aprendió. Creo que queda bien para
ahorita: “Había una vez un hombre muy malo… no soportaba que nadie le dijera
que hacer y obligaba por la fuerza a obedecer a todos los que se le
presentaban. Les decía que tenía un ejército de figuras poderosas que lo
guardaban. Que esas figuras tenían poderes para cuidarlo y que con ellos podía
vencer a todos. Gritaba que si alguien se atrevía a tocarlo o tocar a sus figuras
morirían sin remedio bajo su sombra… Un día llegó al pueblo alguien muy
valiente, (le pregunté a mi nieto si era alguien joven o ya viejo, él me miró
de frente y dijo: No sé, pero puede ser como tú quieras), no le gustó ver a
todos asustados por el hombre malo. Se escondió cerca de la casa y cuando todo
estaba quieto, agarró un mazo y se metió al cuarto en donde estaban las
figuras. Había de todos tamaños, comenzó por desbaratar a las más chicas y
luego quebró las demás hasta que alcanzó a la más grandota. A esa no la tocó; le puso como pudo el mazo
entre sus manos y se fue a su casa. Al otro día se oyó un bramido como el de
los toros que resoplan en el corral lleno de espuma el hocico. El hombre malo se
puso muy enojado, y les preguntó a los asustados del pueblo, quién se había
atrevido a destruir sus figuras de poder. Alguien le contestó que seguro su figura
grandota, que tenía el mazo agarrado. Entonces el hombre malo gritó más fuerte:
¡Eso no es posible! ¡¡¡¡No tiene vida!!!!
Va usted a creer
que mi mocoso en ese momento me dijo; ¡ahí te ves abuelo, ya me cansé de
contarte cuentos, luego nos vemos! Y salió corriendo. ¿Qué le parece? Me parece
que su nieto es muy listo. Ahora creo que lo que le contó nos repasó a usted y
a mí. Puede ser que repase también a otros.
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