Ya era hora de irse, me concentré en meter en cada bolsa los paquetes y cosas que tenía que llevar, comprobé que el peso jalara más o menos igual a cada brazo y comencé a caminar para dirigirme a la puerta; había distribuido toda la carga para equilibrarme y bajar por la rampa para salir. La tarde era apacible, la lluvia no regó el amplio jardín ni el camino de cemento cuya pendiente de bajada, con la humedad, se tornaba resbaladiza y peligrosa. Como no había gente en la casa si sucedía algún tropiezo, tendría que arreglármelas como fuera para no quedar atrapado, especialmente por la tarde noche cuando el ambiente de aquel lugar se envolvía con un “excesivo silencio” que provocaba una sensación de inquietud, por más que la casa estuviera en medio de otras fincas y rodeada de predios que tenían perros alborotando con sus ladridos, en algún momento el lugar se transformaba y parecía un espacio apartado. Dentro de sus muros reinaba una paz que ni el viento movía las hojas de los árboles, la sensación podía ser de calma, o producir un vacío que pudiera dejar entrar algo indescriptible que causaba temor y a veces espanto. Había sin embargo varios perros que cuidaban toda la propiedad, me conocían bien, se acercaban amigables para recibirme, y me seguían a la salida, éso me tranquilizaba un poco, pero cuando se alejaban corriendo quedaba la duda del porqué se iban.
Con esos pensamientos, de repente sentí como un leve toque al nivel de la mano derecha, supuse que era uno de los perros que le gustaba escaparse, me detuve de golpe para girar la cabeza hacia atrás, y decirle que retrocediera, para evitar que se escabullera o me hiciera caer, pero me sorprendió la nada. No había algún perro que me acompañara, o algo que hubiera tocado la bolsa. Una sensación fría recorrió mis brazos y empezó a acelerar el pulso en mi mano. Con la presión del peso, y la vista alrededor, comprobé que efectivamente estaba solo.Terminé de recorrer la bajada y dejé las bolsas en el suelo un momento para tomar la llave y abrir lo más rápido que pudiera el cerrojo de la puerta. Pero la llave se atoró y entre más me apresuraba, el cilindro que debía girar para liberar el seguro no cedía.
Con los ojos cerrados imploré que diera vuelta, pero entonces empezó a soplar una corriente de aire helado que chocaba en la pared dónde se encontraba la puerta frente a la cual yo seguía en mi intento de salir. El aire que rebotó hacia abajo daba la sensación de pasar rosando las piernas con la visión de un reptil cuya piel es viscosa y se desliza entre aguas turbias dentro de un estanque. Instintivamente sacudí las piernas y froté con las palmas de las manos los brazos para sacudirme. Tenía que calmar el miedo que mi mente puso en el recuerdo de estar en un lago lleno de maleza entre el lodo espeso que con cada paso que intentaba liberar jalaba al mismo tiempo mis pies. La orilla no estaba lejos pero el esfuerzo de levantar las piernas para caminar y esquivar el roce con animales invisibles en el fango era de angustia. Si me quedaba parado mi propio peso hacía un hueco que parecía hundirme más y en cada paso adelantaba muy poco para salir. En aquella circunstancia la ansiedad iba en aumento, no me di cuenta hasta ese momento que las llaves estaban en el suelo.
No supe cómo las
solté o se habían caído del cerrojo. La puerta permanecía cerrada; con los ojos apretados hice el intento de cambiar el panorama. Ni estaba en un pantano, ni
había algo que quisiera impedirme la salida. Para tratar de calmarme, recordé que en
aquella casa en un tiempo hubo muchos perros que guardaban todo el terreno, al
levantar la vista vislumbré entre las sombras la imagen de uno que fue el líder, al lado de un montón de tierra recién removida; yo había ayudado días atrás a excavar
para enterrar a una perrita negra que fue parte de su manada, corrían por todos
lados al escuchar cualquier murmullo en la hojarasca alrededor o dentro de la casa
que por temporadas se quedaba a su cuidado. Ellos habían formado un grupo que
con ladridos y el aullar del líder ponía un alto a ruidos que los
concentraban a todos para atacar si era necesario. Me tocó ser testigo de cómo
especialmente por la madrugada de los días en que la luna se ocultaba, se
escuchaban solamente las carreras que emprendían juntos ante las señales de
alerta. Olfateaban al viento en la obscuridad y el guía rasgaba con un profundo
aullido escalofriante la quietud. Si era luna llena, la luz plateada inundaba
con sombras la tierra y las paredes, pero los perros seguían su instinto entre
la luz fría para rastrear hasta que se tranquilizaban. Sólo ellos
sabían cuándo todo estaba bien.
A pesar de la prisa que tenía por salir, como en presente, llegó
el recuerdo de la casa en las fechas 1, 2 de noviembre, en las cuales mi valor requirió de refuerzo. Al
abrir la puerta, quedé fascinado por la visión de muchos pétalos fulgurantes de
las flores anaranjadas que brillaban en los tonos del atardecer y en la noche resplandecían
iluminadas por la luz de la luna. Indicaban una vía hacia el altar que los
dueños de la casa habían puesto para hacer las ofrendas a los difuntos. La comida y
los adornos aparecían y desaparecían con las luces de las veladoras que apenas
se movían tenues con el aire que se filtraba por una rendija. La primera vez
que me tocó asistir a renovarlas,
pude ir ya de tarde. Los rayos del sol casi se perdían y quedaba un
resplandor que se impregnaba con el olor del cempasúchil y aumentaba el color anaranjado con un destello que era a la vez hermoso y solemne. Por más que hice, llegué en el crepúsculo así que las sensaciones
se mezclaron con la senda fantasmal y la presencia de los invitados que ya no
están de carne y hueso, entre el aroma del copal y el incienso. Con las
mascotas que yo sabía estaban enterradas en el jardín, y que en aquella tarde
seguro andaban entre la manada viva. Los dueños habían dejado un brasero con
los carbones rojos y todavía el humo se elevaba en círculos hacia el techo y se
desviaba un poco por la chimenea. Los últimos rayos del sol se colaron entre
las cortinas, rebotaban en los objetos de la ofrenda para proyectar sombras que
se movían junto con las flamas de las veladoras a punto de apagarse. Estaba yo como en un trance
entre mis propios recuerdos y la visión del altar.
De pronto, me despertó de mi ensueño un ruido seco, se
escuchó en la parte posterior del patio en el fondo que tenía un cuarto para
trebejos. Oí la rápida carrera de los perros entre ladridos y atropellos que hacían para llegar veloces al sitio. Me quede por un momento paralizado, pero la curiosidad ganó; dejé de encender las velas y lentamente salí hacia un estrecho corredor que rodeaba la casa, tocando la pared en los tramos
que los focos fundidos colgaban inútiles pero que se movían levemente. No se me ocurrió pensar cómo era eso, si no había aire o al menos yo no lo sentía
porque apenas alcanzaba a respirar con el pecho oprimido en el suspenso de
saber la causa del ruido seco que había oído. Cuando estaba a mitad del camino
ya de frente al cuarto oscuro del fondo, los perros emprendieron el regreso como
en huida hacia el frente de la casa y me dejaron solo. Con un gran peso quedé
parado sin poder moverme.
Me froté las manos, y me hice
ovillo apretado con mis brazos en el pecho. Escuchaba los latidos de mi corazón empujando como
golpes en la cabeza y con el cuello adolorido me incliné a recoger las llaves. Ahora
sí que empezaron los ruidos de las hojas secas que se arrastraban, con los
pasos que venían del fondo, los aullidos de los perros que sonaban profundo, lastimeros y muy fuertes. Ya no quise poner atención
más que a dar vuelta como fuera a la cerradura, empujé el cilindro atorado y la
llave por fin entró para destrabar el cerrojo.
Genial me llevaste a mi infancia cuando nos contaban historias que nos atemorizaban, gracias Lucy
ResponderBorrarGracias por tu apreciación!
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