Nadie realmente
había convocado, ni alguien había hecho un llamado específico, pero cada vez
era más concurrido un lugar para el cuál no se hacía ni la publicidad que
aturde, ni las invitaciones a los eventos masivos. Era un espacio abierto desde
donde se apreciaban innumerables paisajes que se extendían hacia cualquier
punto en el horizonte. Se podía entrar libremente y al instante la calma era la
acompañante que sutilmente guiaba para
encontrar en silencio rincones para detenerse y respirar hondo. A veces como en
una espera tranquila ahí se recordaba el sonido de campanas que con su vibración
entonan cantos para congregar a las almas que buscan consuelo; al deseo de
alentar ilusiones, o a lo admirable de agradecer las bondades que a manos
llenas colman, entre arrepentimientos, o con toda la seguridad, el haber hecho un
esfuerzo para disfrutar de lo conseguido. Era extraño que en aquel ambiente de constante
ir y venir de miles de personas, la soledad formara como una cápsula muy
particular para exponer tranquilamente los pensamientos. El lugar era propicio
para despertar con la vista sin barreras algún punto que daba paso a contemplar
más a fondo circunstancias y posibilidades.
Una mujer que había tomado un lugar en aquel entorno
quedó de pronto inmersa en una imagen pasada. Estaba en un paseo del colegio para
asistir a una obra de teatro infantil. Varios grupos de su escuela llegaron al
recinto y como bienvenida las encargadas que pertenecían a algún credo
religioso sostenían en sus manos charolas con pequeños pastelitos de diferentes
pisos formados con tres o cuatro galletas pegadas con una mezcla de dulce. Los
ojos infantiles casi siempre eran atraídos a tomar los más altos, pero la
mirada acusadora y la voz destemplada de las que los ofrecían, frenaban de
inmediato la inocencia de la elección, diciendo que las golosinas más grandes
eran reservadas para las autoridades escolares y los respetables anfitriones a
quienes debían agradecer la función.
El recuerdo de
aquella escena se había quedado impreso indeleble, pero el lugar facilitó el
momento para despertar la idea de lo absurdo en ofrecer pastelitos diferentes al
deseo simple, espontáneo, de niños que por naturaleza quieren disfrutar lo más
grande de una dulzura tan parecida a ellos. La frase le resultó un tanto poética,
pero había pasado muchos años y la mujer se daba cuenta ahora, que era mejor no
hacer distinciones, que había suficiente para hacer galletas y pasteles enormes
de todo tipo que alegran la mirada, que las voces estrictas, amargas, entristecen
con sus clasificaciones que limitan. El vacío que al parecer tenía en su recuerdo
se transformó en una sonrisa que llamó la atención de otros que sin querer
voltearon a mirar el lugar en dónde ella estaba. Con un gesto ligero le
devolvieron la sonrisa. Ella los miró con alegría y con cuidado se puso de pie
y reanudó su recorrido. Despertar ensueños entre realidades le había resultado una
experiencia tan grata que su sonrisa permaneció suave con el deleite de haber
probado las galletas en forma de pastelitos con todos los pisos que ella quería.
Un muchacho que
había permanecido con los brazos recargados en un barandal para observar el
paisaje estaba en un monólogo para cuestionar a los que se decían con la suficiencia
para indicar hacia dónde dirigir la vida. Él buscaba un modelo a seguir
confiable. Pero desde su punto de vista, todos tenían sus propias respuestas y
muchas veces no coincidían con las suyas. En su perspectiva había notado en el
paisaje un círculo. Pero pensaba que aquel círculo, que para él era claro,
podía ser fácilmente ignorado por cualquiera que estaba en otra posición. Despertar
la visión propia en otros, ni siquiera con una intención de ayuda para
localizar algo era complicado. Sin embargo, haber entrado en ese lugar de calma
le permitía dejar pasar sin inmutarse a los que cruzaban en su camino. A veces
alguien miraba al punto hacia donde él parecía tener fija su mirada, pero al no
ver algo interesante, seguían y deambulaba buscando en dónde detenerse. Le
parecía estar inmerso en una dinámica de soledad acompañada que de algún modo
le tranquilizaba. Tal vez, la profecía
que estaba escrita de múltiples maneras se estaba cumpliendo.
Su memoria lo
hizo recordar decretos poderosos, predichos para la convivencia en el disenso. Aceptar
los millones, no de modelos, sino de similitudes en una gran diversidad de
formas. En un momento su mirada se desvió hacia otro claro en el horizonte,
cuando elevó sus ojos advirtió que muchos señalaban algo en la distancia. Se
felicitaban con palmadas en los hombros y decían que por fin habían logrado ver
lo mismo. Que tan cierto era aquello era lo de menos. Coincidir provocaba inclusive
la curiosidad de los que pasaban para acercarse. El muchacho se mantuvo en su
lugar, concedió una sonrisa ante el alboroto y volvió a ensimismarse en sus
pensamientos.
Para un hombre
muy cansado de caminar, la banca que se encontró al paso le ofrecía un rato de
reposo, pero al mismo tiempo le recordaba que el cansancio podía obligarlo a
perderse de la visita de otros lugares que todavía tenía deseos de conocer. Se
veía en su rostro algo de enojo, de impotencia, no obstante, se resistía a tomar
un descanso. ¡Cómo es que no había oído habla de aquel lugar! Ahora que lo había
encontrado era como despertar en otra realidad. No quería perderse de tanta
belleza, de tantos rincones en paz para disfrutar. Sus ojos se llenaron de
lágrimas, Que había hecho… Cómo pudo despreciar a la vida imponiendo reglas
llenas de amargura por cosas que venían de otros tiempos de otros lugares
obligados sin comprensión de lo vasto que ahora tenía ante sus ojos,
sutilmente, una imagen cautivó su mirada. Era algo tan sencillo, tan divino,
como una perrita de color negro que dormía acurrucada por el calor que
desprendía la tierra generosa y amable. No pudo retener un profundo suspiro. Pensó
de repente que él podía sin consideración ahuyentar a esa criatura, pero al
mismo tiempo le aquejó el dolor por la negativa de su hija para regresar a su casa
y también que tuviera que andar solo aun que se sintiera débil.
Era confuso
entrelazar lo que le sucedía. Con un gesto inflexible en su mirada borrosa se proyectó
su imagen. Se vio erguido sin empatía hacia otros de menor rango de acuerdo con
sus creencias añejas de obediencia y sometimiento. Su muy personal y egoísta
punto de vista le decía que así eran las cosas. Él tenía derecho sobre seres inferiores.
Era muy incómodo pensar que realmente no actuó por sí mismo sino por los
dictados de la costumbre, el deber ser que copió sin criterio, y a su
conveniencia. Entre sus sentimientos revueltos por las visiones, se resistió a
cuestionar si valía la pena rodearse de infelicidad, se sintió como atado, pero
atar a otros era parte de lo que tenía que ser lo correcto. Los enredos en su
mente le cansaban aún más, pero se obligada a estar de pie. Avanzó con mucha
dificultad, todo aquello eran tonterías y no tenía tiempo que perder.
El lugar permanecía siempre abierto. Mañana tarde y noche no había restricción de horario. No obstante, los que lo desconocían, y llegaban cuando casi se ponía el sol, suponían que debían apurarse, la penumbra era misteriosa. En un momento no sabían si veían el amanecer o pronto la noche podía ocultar todo el panorama. Una persona estaba absorta en un mirador tratando de contener el vértigo. Se obligaba a no ceder al deseo de lanzarse al vacío que, como un embrujo, la llamaba desde el fondo. La emoción total que la retaba sonaba con ecos de cobardía. Cobarde, cobarde, cobarde… Dejaste pasar la oportunidad. ¿Qué esperabas para tomar una decisión? ¡Una! Falsas creencias en patrones que se repiten por cobardía. Pero la indiferencia, la insensibilizó. El desastre alcanzó con daños colaterales a otros inocentes como suele pasar en las guerras en las que rige la ignorancia, la soberbia, y el instinto más bajo de lo inhumano. ¿Existe en tales condiciones la reparación del daño? Ahí estaba asomada al abismo, roto cualquier vínculo. Quedaba sin embargo la certeza en la fuerza innata que a cada uno le pertenece. Cuando levantó la cabeza no pensó si se acercaba el sol o reinaría la luna. El amanecer o la noche siempre traen la luminosidad que se necesita. En un lugar así, todo es posible.
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