Una obra de teatro tiene el encanto de crear una expectativa que con frecuencia se transforma en un ejercicio compartido generado por una serie de reacciones entre el drama, la comedia, de ficción, suspenso, etc. que al final tocan aspectos personales de momentos que se evaporan en un instante o se quedan palpitantes para la auto reflexión. La puesta en escena que estaba a punto de empezar se dirigía especialmente a relatar historias de mujeres dentro de tres generaciones en un marco social aceptado sobre las creencias y costumbres transmitidas en una especie de letargo cómodo en apariencia, pero posiblemente con mucho de fondo intranquilo, difuso entre la infelicidad, el deber ser, y los miedos encubiertos para aparentar la inexistencia de problemas personales, familiares, del tan arraigado y temido “Qué dirán” que poco a poco era desplazado con nuevas ideas para la convivencia en sociedad. La primera llamada inició el desfile de parejas, grupos de amigos, amigas, y algunos solitarios cuya asistencia todavía causaba en algunos, una mirada de desconfianza que dejaba a la imaginación múltiples dudas, comentarios callados, o risas de crítica en complicidad. Se oyó nuevamente el clásico llamado por los altavoces que anunciaban la segunda llamada. Los asistentes se apresuraban para tomar sus asientos en el revuelo de murmullos generalmente alegres, había grupos de familias con integrantes jóvenes; personas sin pareja; madres o padres ya mayores en compañía de hijos que posiblemente les regalaban un tiempo de compañía y distracción al llevarlos al teatro, a comer o a dar un paseo en alguna fecha especial.
Cuando se hizo
la tercera llamada y sonó el: “Comenzamos!” el silencio dio paso a la
representación… Cada persona presenció los
diálogos, el ambiente, los gestos de los actores que se entretejían con sus
propias sensaciones, y la percepción de los hechos con un singular significado.
En la última escena se encontraba la mujer que se despedía de una amiga a quien
le agradecía ser la portadora de su mensaje final para el marido. La amiga le
pedía que lo pensara, que habían sido años dedicados a formar un hogar y no
valía la pena dejar todo aquello por un impulso… En algunos de los lugares
varios asistentes disimulaban con un pañuelo desechable una lágrima que ya no
pudo contenerse. Sus rostros mostraban una mezcla de tristeza y enojo. Habían
identificado la diferencia entre el obedecer, la abnegación que desaparecía su
propia personalidad. La falta de valor, en decisiones posibles pero detenidas
con las amarras de los vínculos valorados como indisolubles. La inacción para atreverse
a optar por lo desconocido que intuían era una alternativa difícil pero
superable. Quedaba claro que los reproches, eran lo constante en su pasado; desfiguraba
su presente, y era necesario replantear para su situación futura.
En los diálogos durante la obra, aparecían las frases conocidas de: “Lo que se quiere, se puede o no se sabe”
que resonaba sin dirección, sin embargo, pegaban en vivencias que producen sentimientos de impotencia
tremendos. En los rostros conmovidos se apreciaba que habían descubierto
trampas disimuladas en donde se atrapan ilusiones fallidas, desencantos como
callejones sin salida que impiden ni siquiera el pensar. A qué o a quién las personas podían reclamar, agradecer, o formular el consabido porqué o para qué había
transcurrido su vida en la normalidad que transmutaba su alegría en años de insensibilidad. Desde
cuándo a las mujeres, o a cualquier individuo, les resultó natural dejarse llevar
por el terror, las costumbres heredadas con una compasión engañosa, de otros
que seguían pautas; resignación cargada de culpas religiosas, y en casos
increíbles de venganza, sometimiento, con apariencia de solidaridad.
La escena
continuó con la despedida de la protagonista. La mujer que partía sin retorno con
un rostro relajado, valiente, dispuesta a encarar sus miedos. Claro, era una
representación cobijada por telones, por actores, pero en realidad al alcance
de un acto de valentía. La madre de la mujer que se iba, estaba de una pieza con
las manos cubriendo su boca. Se notaba su espanto y desacuerdo por lo que a
ella le habían enseñado, pero se mantuvo quieta y con su actitud mostraba que
de algún modo alentaba la huida de su hija, hacia un camino que ella no había
sido capaz de emprender.
Entre las actrices y los que observaban se estableció la comprensión de la infelicidad. Fue asombroso que gente de diferentes edades se conmoviera. Las ataduras se perciben desde muchos puntos de vista. Podía ser la jaula que al abrirse, presenta el desconcierto ante la libertad desconocida como si fuera un ave que se vuelve a posar en el mismo lugar; que sólo conoce el encierro, no sabe, como alimentarse por sí misma. Para el público se desplegaron imágenes creadas sobre la incompetencia para subsanar carencias de todo tipo; dinero, compañía; aparecían con infinidad de voces que asustan y conspiran para convencer que es preferible la permanencia estéril en una aparente calma. Finalmente, se acallaron las voces, se difuminaron las imágenes y el ambiente se torno apacible para dar paso a la protagonista que salió de la habitación con pasos suaves sin voltear atrás. La madre y la amiga se preguntaban qué dirían al esposo, cómo justificar que habían sido cómplices.
El amor propio ante puesto a lo que
dictaban las reglas era impensable. Su nulificación había empezado desde las
abuelas que habían puesto el ejemplo con argumentos obligados por una sociedad
mucho más abusiva de la ignorancia y la fuerza bruta. En la audiencia, se tomaba partido inmersos en la trama. La madre sobre
el escenario decía que el esposo había cumplido con el mantenimiento económico, como padre ausente, obligado por las jornadas del trabajo y con el entendido de cumplir
como proveedor. Los espectadores jóvenes denotaron gestos de
inconformidad por lo trillado del diálogo. Para muchos el abandono los marcó, nada
lo justificaba. Ellos tenían nuevas maneras de comportamiento en las relaciones
interpersonales. La inacción de la madre, la sumisión ante la violencia les recordó su impotencia en etapas donde no podían defender ni defenderse; les
causó un resentimiento, con el cuál tenían que lidiar, y en el mejor de los
casos estaban reaprendiendo el cómo relacionarse. Es muy complejo deslindar
con qué grado de conciencia algunas madres aceptan situaciones de abuso
certificadas con, o sin documentos de legalidad o fincadas en usos y costumbres sin más.
La actuación que
dictaba interpretar la ansiedad ante el temor de las reprimendas, las culpas y vergüenza
tan arraigadas, se vieron cuestionadas por los espectadores que ya no se
permitían ser amedrentados por la fuerza, y la reiterada presencia del temor. Los
patrones reproducidos como copias en serie se rompen. Las mujeres en escena se
pararon frente al público; la amiga desplegó la carta con el mensaje escrito y comenzó a
leer: “Me he dado cuenta de que la infelicidad es incompatible con un compromiso
superior de vida. Cada momento sin voluntad, es ingratitud para todos los
motivos que están como regalos constantes. Se pasan desapercibidas las mejores oportunidades
para disfrutar cada día. Por fin entiendo que el atreverse es la llave para que
se abran puertas desconocidas, que conducen a otros
mundos aquí mismo, sin esperas. Un instante de valentía contiene en verdad la eternidad.
Reconozco lo que se ha perdido, para aprovechar ahora mismo, lo que hay, lo que
guarda la fuerza impresionante de cada noche, y renace en cada amanecer. No te entrego una poesía, es un llamado emocionante sostenido en la confianza de entender cada
vez algo mejor.” Se escuchó en el fondo el golpe de la puerta que se cerraba. La
penumbra cubrió el escenario y sólo un rayo iluminó la carta que quedó desplegada en el piso.
El espectador
más crítico de cada uno, como un todo se quedó en silencio. Muchos se voltearon
a ver desconcertados. Para sorpresa de todos un hombre mayor comenzó a aplaudir, fija la mirada en un lugar muy dentro de sí mismo, pero viendo de
frente a las actrices que ahora sonreían para despedirse y llamar a todos los
actores. El movimiento de sus manos contagió a los pares de manos
dispuestos pero desorientados; finalmente se unieron en un aplauso general, que
trajo nuevamente a la realidad de cada uno, e inició la conversación sobre lo que habían presenciado.