PATRONES

 Pues tienes que hacerlo, tú deber es la obediencia. Se oyó el fuerte golpe de la puerta que se cerró, al igual que la posibilidad de entender que sucedía. El muchacho se quedó con los puños apretados y la respiración agitada para contener la réplica que latía en su garganta y en todo su cuerpo. Con esa tensión lo único que se le ocurría era destruir y buscar cualquier oportunidad para ir en contra de las imposiciones que le recordaran que su pensamiento y acción estaban sometidas a patrones que lo obligaban a seguir voces alteradas por la ira, y acciones que sometían por la fuerza. Cada encuentro en esas condiciones le obligaron desde niño a defenderse, desarrollaron en su carácter la predisposición a responder siempre alterado con enojo y rechazo o a veces con indiferencia despreciando cualquier intervención que poco a poco minaba la seguridad en sí mismo, su capacidad de acción, y desconfiar de quienes se le acercaban. No entendía cómo se podía confiar en la gente si en su casa había verdugos. Su visión del mundo a través de agresiones directas o de manera pasiva determinaron un camino sumamente complicado de descifrar.

Cuando fue pequeño no había opción, se quedaba paralizado, le era imposible oponerse a los castigos duros y crueles, merecidos o no, puesto que naturalmente hacía con audacia y valentía toda clase de aventuras; su inocencia no calculaba ni riesgos ni consecuencias, pero era inocente. Sin embargo, llegó un momento en que la rebeldía se impuso a la sumisión. Aunque todavía inmaduro por las buenas o por las malas aprendió a reaccionar ante las imposiciones, se alteraba con facilidad y respondía sin conceder un momento antes de actuar para prever su propio perjuicio. No se daba cuenta de que era presa, al igual que los que lo obligaban, de patrones asimilados de un deber ser pervertido; justificado por una necesidad de continuidad arraigada en miedos ancestrales de supervivencia entre luchas de poder insensatas. La frustración que sentía con frecuencia le hacía ver una vía de rieles forjados con hierro inflexible, que llevaban a una potente locomotora a continuar sin variación un rumbo establecido; arrasaba a su paso obstáculos hasta chocar y explotaba en pedazos con estruendo. A menos que él tomara una aguja para redireccionar la ruta. Entonces la locomotora pasaba rauda lo que le causaba una sensación de alegría en la que le gustaba permanecer.

Él tenía la afición por la lectura. Libros de todos los temas eran fuente de imágenes que muchas veces le permitían dejar a un lado los gritos y ademanes impositivos; se ocupaba en repasar sucesos en la historia de las grandes civilizaciones que le abrumaban; la intriga por los deseos de inmortalidad y trascendencia se repetían; se revelaban en algunos casos, entre las luchas de poder de guerreros  admirables por su valentía y fuerza para emprender conquistas al frente de ejércitos incondicionales que admitían sus órdenes al verlos luchar con arrojo junto a ellos. Se asumía un designio divino para sojuzgar pueblos, reinos, castillos, territorios, y todo lo que se opusiera a su afán de lograr la inmortalidad aun en contra de lo imposible de alcanzarla en la existencia humana, pero en la creencia de que al hacer obras majestuosas y hazañas imponentes se les daría el reconocimiento a su ambición. El muchacho por lo tanto configuraba sus propias batallas envuelto en una confusión de metas, limitantes y espejismos, a veces incomprensibles.

Aprendió a imitar señas para comunicarse con seres imaginarios; con un movimiento de ojos dictaba órdenes; movía las manos para indicar que se retiraran sirvientes, y emisarios que reproducía de la lectura sobre las maneras de interactuar en las fortalezas llenas de traiciones y secretos que se practicaban para ocultar intenciones. Los castillos, palacios, complejos formados por pirámides en vastas extensiones de desiertos, construcciones diversas aisladas en la cima de montañas ideales para la defensa y el ataque eran no obstante un terreno en donde habitaban internamente múltiples enemigos. En esas condiciones era frecuente la locura. El ambiente normalmente era hostil, se creaban bandos contrarios por constantes envidias, calumnias, traiciones; los desequilibrios y excesos carcomían las mentes. Desde los gobernantes consumidos por su propio poderío que derivaba en arrogancia sin límites, continuados por guerras para extender dominios bajo una autoridad implacable.

Hombres y mujeres esclavizados al servicio de la expansión territorial; el saqueo de las riquezas, la exigencia de tributos, e incluso por la imposición al temor ante el dominio sobre la vida y la muerte de manera irrefutable. El esquema se mantenía con el desarraigo forzoso de la gente para olvidar y convertirse en extraños de sí mismos sin derecho ni a levantar la vista. Con lo cual se garantizaba el seguir los condicionamientos sociales de repetición de patrones basados en la obediencia.

El muchacho pensaba que posiblemente los castillos y fortalezas con murallas, que en los cuentos suelen aparecer como un sueño de felicidad que transcurría entre jardines, fuentes, lujo y comodidad pudieron contener el hastío, hasta trastornos mentales de los que permanecían encerrados, ya fuera que hubieran nacido en cunas de oro con derecho hereditario obligados a pelear en una carrera impuesta para ascender al trono; o los que  atados con  cadenas eran encerrados en calabozos, y tumbas  con la angustia de que se olvidaran de ellos, sin salida, por el  castigo dictado en un desvarío de sus amos o del humor de los verdugos. La personalidad se desdibujaba con la soberbia, se dictaban órdenes impulsivas o había pérdida de vida auto ejecutada.  Tal vez por eso se decía; que en los cuentos de hadas también surgían dragones, fantasmas, almas errantes y toda clase de espantos.  Desde ese punto de vista cada gran civilización, a pesar de sus avances ha sido destruida y sólo quedan vestigios. Él se animaba en su reflexión para traducir los cambios sucedidos como un juego de palabras. Patrones personificados con la autoridad auto conferida, o como modelos de comportamiento repetidos a lo largo de todos los tiempos.

Un grito con un ademan de impaciencia, volvió al muchacho a su presente para confrontar con tensión nuevamente cada parte de su cuerpo. ¡Obedece! fue la orden. Tienes que ganarte lo que comes, debes hacer lo que se espera de ti como un hombre educado, es necesario que cumplas con las tradiciones, los usos y las costumbres para que tengas una vida cómoda, más retribuciones en dinero, fama y popularidad para que te sostengas en una posición importante. ¿Es que no entiendes que de eso se trata esta vida?  Con una media sonrisa burlona él pronunció un “Ajá”, seguido de aseveraciones simples:  Y qué me dices de los que ya manejan su horario, y pueden estar en cualquier parte atendiendo asuntos de trabajo, de familia, y divertirse además con todo eso. Un ceño fruncido encaró con furia el desacato. Si me muestras qué también les ha funcionado me lo creo. Qué tienes para ofrecer en tu esquema sin patrones que presumes como entendido. Que no se repita el respeto hacia la vida, que se devaste sin escrúpulos cuanto escenario sea avistado, que se evada la responsabilidad de cada uno disuelta en la masa informe. Qué sugieres en tu lista para rehacer o exterminar.

Las palabras y los gestos se congelaron. Qué elegir y cómo hacerlo; ¿era importante? Había valido la pena dominar o someterse. Pasar años insensible, actuar indiferente ante un final desconocido, resentir en un lugar inestable que se llena de años sin retorno o con la fuerza irrefrenable pero ciega en un círculo vicioso o de virtud que sigue vedado a propósito o con permiso en patrones reciclados. El muchacho pensó que la locura estaba al acecho como en los viejos tiempos de los castillos, las murallas, de los reyes y los vasallos. Sin embargo, le tocaba elegir, le tocaba disponer de sus recursos. Al parecer solamente los escenarios son cambiantes, pero él era el protagonista ahora con unos cuantos años o resonando ante los muchos que eran evidentes en las arrugas, desesperación o complacencia de las palabras dichas por quien tenía enfrente. Él mismo había gritado a otros menores y mayores sin entenderlo, repitiendo los patrones inculcados por una paciencia infinita que le proponía romper moldes y patrones o callarse. De verdad: ¿Callarse?

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