VISITANTES

¡Por fin, se acercaban visitas! El hombre anciano caminó hacia la puerta en su habitual manera de poner los brazos hacia atrás y entrelazando sus manos. Escuchó algunas voces para calcular el número de personas, a él le hubiera gustado recibir a numerosos grupos, pero últimamente eran muy pocos los que se desviaban de las calles principales para asomarse al rincón en dónde se ubicaba la pequeña capilla que estaba a su cargo. A veces se asomaba por encima de la barda de piedra que cerraba el atrio para ver la fila interminable de turistas y visitantes, pero nadie volteaba para ver el lugar en donde él se encontraba. La mayoría venía para conocer la gran catedral del centro, llena de ornatos y reconocida mundialmente. Cierto que era una obra magnífica. Todo mundo admiraba las naves y retablos cubiertos con lámina de oro. Era una filigrana de figuras, guirnaldas, ángeles, querubines y todos los tronos celestiales. La gente admiraba desde diferentes puntos de vista el conjunto que representaba un templo para los creyentes de un ritual religioso o el estilo arquitectónico como una joya de la capacidad creativa de artesanos y arquitectos.

El anciano se alegró; en cuanto vio al primer visitante le señaló que, además, podrían bajar unas calles para conocer otro rincón que pasaba desapercibido pero que estaba dedicado a un Arcángel de los más importantes. Enfatizó que eran sólo dos cuadras para animarlos a caminar y conocer otras callejuelas interesantes. Casi nadie lo tomó en cuenta, algunos entraron a la capilla y vieron los símbolos que cada uno asociaba con lo que entendía de arte, ritos o de nada importante. Para el cuidador de reliquias y lugares tradicionales, la variedad de actitudes que observaba en cada visitante le resultaban extrañas. Normalmente los mayores de edad entraban para contemplar los altares, fijaban la mirada en lo que estaba expuesto ante sus ojos y posiblemente encontraran algo valioso en sus recuerdos. En su entender les hubiera gustado permanecer más tiempo en silencio, pero los apresuraba la impaciencia de los más jóvenes que ni querían entrar y les aburría la espera. Para el anciano eran incomprensibles muchas actitudes indiferentes si estaban de paseo, a veces le entristecía el poco interés que se mostraba; le desconcertaba la prisa en pasar de largo toda clase de sitios, datos históricos, o lugares que a él le parecían maravillosos en la tierra de sus antepasados. Centro de plateros por excelencia.  

Miraba como en una peregrinación, los cambios dramáticos que desde su juventud él mismo había experimentado. En su infancia lo vistieron de acólito, un término que causaba gestos, y cuestiones en los visitantes al desconocer el significado, pero que no aclaraban al igual que muchas más palabras de uso común en una época en que el adoctrinamiento llamaba a los niños para ayudar en rituales convencidos de que debían actuar con seriedad y devoción, cosas que eran desconocidas o ajenas a los turistas nacionales o extranjeros con quienes había tratado de explicar algo. No obstante, él recordaba cómo su pensamiento se elevaba junto con las espirales de humo del incienso que inundaba los recintos en donde él asistía. Indudablemente aquellas celebraciones le llenaban de alegría; lo guiaban en su actuar con la familia, sus semejantes; en sus aspiraciones, y lo orientaron favorablemente en cada etapa de su crecimiento. No tanto por lo que se decía, sino porque él podía crear sus plegarias, imaginar sus lugares sin la presión de quienes pretendían indicarle su dirección. En ese ambiente tuvo la fortuna de aprender a aislarse. Sí participaba, pero no seguía el oscilar de las cadenas del incensario que mecía con sus manos, pero sí el sonido de las campanillas que era cristalino al repicar. Entre esas dos tareas su mente y sus ideas se escapaban por las ventanas, las puertas, y cualquier rendija que el aire liberaba.

Es verdad que entendió poco a poco el valor de todo aquello que se había labrado como una fortaleza, entre buenas intenciones e ignorancia, entre sueños y realidades que pudo distinguir finalmente y que atesoraba como el presente de sus muchos años. Por eso, con entusiasmo recibía a la gente joven; les daba la bienvenida, aunque luego se alejaran para no tener que ser consecuentes a su discurso lleno de palabras raras. Les agradecía la visita, los dejaba ir con sus buenos deseos dichos en voz baja con la certeza de que tendrían algún día el tiempo para recordar y quien sabe, si volverían con una nueva mirada, aunque él ya no estuviera, para admirar tantas cosas que en aquel momento les eran indiferentes. 

Aceptó seguir de guarda y hacer lo que hacía porque al paso de los años comprendió que lo sagrado y lo profano son etiquetas renovables. Que la vida pone a prueba lo inamovible incrustado de temores; lo valioso se labra con cinceles propios para dar formas insospechadas a las mismas piedras, puesto que también lo había visto en visitantes que llegaban en las fechas establecidas para presenciar la mortificación del cuerpo con rollos de cardos y látigos que laceraban a los portadores. Eran otro tipo de conmemoraciones en las que no había el perfume del incienso, pero estaban para congregar a otros muchos que de igual forma se aburrían o pasaban de largo sin detenerse a mirar las procesiones dolorosas  por imposición propia o como en su tiempo, porque alguien los convencía para ayudar sólo que con otra vestimenta; con cadenas que arrastraban en sus pies rasgando las calles y su piel.

Por lo tanto, ya fuera esperando a los visitantes en su encomienda o de pie para ver pasar las procesiones sabía que la distracción era constante y nada la detenía, igualito que a los cambios planeados o imprevistos todo contribuye, se decía. En su tiempo libre también se convertía en turista y visitante. Se mezclaba con el río de gente, entre los colores de las artesanías, saboreaba un buen bocado, con una bebida preparada o agua fría simple, se deleitaba con frutas cortadas en los puestos callejeros,  y con una especie de panquecitos hechos con harina de arroz envueltos en papel de estraza con dos trocitos de espigas  que cerraban la masa a modo de una "cajita" de donde tenían su nombre típico. Si tenía mayor antojo podía ir a los restaurantes que lucían balcones adornados con macetas llenas de flores, sombrillas, y cortinas desde donde se veía el quiosco central. Le parecía increíble que se juntara cada día el contraste que vivía con la frase milenaria de que “no hay nada nuevo bajo el sol”. Era un reto para el entendimiento o de plano una mala jugada para la evolución. Detener el tiempo aprisionado en una obra grandiosa, dejarlo correr en el olvido, o retomarlo, pero como en un reloj de arena que se escurre de prisa en un diminuto torrente imparable.

Cuando alguien se interesaba en su conversación el hombre emocionado declaraba: Sea como fuere de acuerdo con los dichos de los abuelos: Que te salga bien tu vida es lo importante. Que tu vida transcurra con felicidad es el ideal. Los visitantes encantados le brindaban una sonrisa, viejos y jóvenes por fin se ponían de acuerdo: Sí hombre hay que estar felices aprovechar esta oportunidad. Como era usual algunos entraban a la capilla, otros se sentaban en el pretil de piedra como aburridos, indiferentes, hasta que salía uno con la propuesta de ir a las callejuelas sugeridas, encontrar construcciones dedicadas a seres misteriosos para conocer algo más. Entonces el anciano los detenía un momento y les decía: Aquí viene a cuento un relato de un visitante que llevado por la vida ingresó a un lugar sagrado en donde un monje le dio la bienvenida; lo acompañó para que prendiera muchas velitas que según le dijo, lo descargarían de todos aquellos que se le unieron sin saberlo, para que él fuera el viajero que al ser visitante de un templo les cumpliera su deseo, y pudieran regresar a su hogar con tranquilidad.  

Dedicado a Taxco de Alarcón en el estado de Guerrero, México, y a mi hermano el menor.

 


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