ACOMPAÑANTES

 El hombre platicaba como en un estado de ensoñación, apoyó su codo en la mesa del café, tocó su barbilla, y sus pensamientos volaron alto para continuar la descripción de un encuentro que lo conmovió: -No puedo olvidar su rostro. Sus facciones tenían la marca de las personas que muestran una gran paciencia, pero estaba con la mirada baja, había algo más sobre su aparente apacibilidad. Su cabello era muy negro y lacio; los ojos un poquito rasgados; la boca con labios finos y la nariz aguileña. Miraba atento lo que sucedía a su alrededor en una sala de atención a clientes de un lujoso inmueble, sin que al parecer entendiera bien de lo que se trataba. Sostenía entre sus manos un bastón de buena calidad, con un mango reluciente, que la persona a quien acompañaba le había entregado para sentarse en un sillón emitiendo un sonido de cansancio. Él tomó el bastón en silencio, se sentó, y empezó a entretenerse con apoyar y dar vueltas al objeto que servía de auxiliar en la marcha. Conocía muy bien ese instrumento y otros que tenía que mantener limpios y funcionales para cuando la señora tuviera que salir a la calle. Ante la escena mi mente comenzó a divagar sobre el sentir de una persona dedicada a ser acompañante. Su imagen apacible por el compromiso de servir a otro, parecía contener al mismo tiempo la inquietud que tiene cada individuo para realizar su propia vida. Posiblemente él había dejado su comunidad en busca de mejores oportunidades y su servicio lo mantenía en ese trance para estar presente, pero en un mundo extraño.

Me pareció admirable, y a la vez fue muy penoso entender el cómo se consumía su vida en la espera; con la paciencia en el transcurrir de minutos o de horas sentado; girando un bastón que él no necesitaba; en un ambiente que no era suyo. En un momento sentí mucho pesar por aquel hombre y a la vez le di las gracias, no exactamente a él, sino a lo que pudiera permitirle tener la serenidad para acompañar a otra persona, ayudarle a caminar con un bastón costoso, esperar interminables horas en diversas tareas para facilitar una vida ajena dedicando su propia vida a un servicio complicado, difícil desde mi punto de vista. Realmente yo desconocía su lugar de origen, pero sus rasgos hablaban de arar la tierra; caminar en amplios terrenos de siembra; respirar aire fresco en escenarios verdes llenos de vida y de sol. Quizás su entorno también era complejo, pero contenía a mi entender, lo más preciado que es la sensación de libertad. Sin artefactos engañosos, ni compras indiscriminadas, de prendas de marca en telas, pieles, o accesorios que se creen necesarios para adornar la decadencia de un cuerpo que a pesar de todo, efectivamente necesita ayuda. El contraste que pude ver persiste con asombro humilde y admiración.

Es inquietante determinar el valor que se adjudica al sí mismo en la costumbre de muchas comunidades que inclusive veneran a los ancianos o desvalidos. Suelen llamarlos almas que aceptan cumplir ese papel, para acompañar a una alma aprisionada que requiere liberarse, pero no todos comprenden esa idea. Existen infinidad de creencias y sobre todo, múltiples prejuicios creados por la inhumanidad. En aquella ocasión resaltaba el bastón fino, la señora con un peinado de salón, con el cansancio evidente de un cuerpo que necesita ayuda, pero con un aspecto de indiferencia hacia su acompañante. Parecía como como si tan valiosa compañía fuera lo normal en una posición inconsciente de su fragilidad o decadencia. Desde ese punto de vista recordé el aprecio invaluable que otras personas muestran para quienes asumen la voluntad de servicio. Se agradece profundamente la fortaleza dedicada a celebrar un cumpleaños más, junto con las visitas al médico, y en general los lazos generados en la compañía mutua que en un momento dado no sólo rebasa la rehabilitación del cuerpo, sino atenúa el dolor y el sufrimiento en la enfermedad, el deterioro, y el abandono.

Es complejo el entender de ambas partes la obscuridad o transparencia de su pensamiento, distinguir o unificar el espíritu que se guarda en cualesquiera de esas condiciones. Qué difícil aceptar la ayuda, pero qué difícil ofrecerla. Volví a mirar a la pareja, el acompañante se puso de pie para ayudar y le entregó el bastón. Ella caminó hacia la oficina seguida del hombre que procuraba anticipar cualquier obstáculo, dio paso a la señora y cerró la puerta. Regresó despacio a la sala de espera y nuevamente se sentó. Miraba sin ver el trajín de personal y clientes; sacó de su bolsillo un papel con la lista de las tareas pendientes. Me imaginé leer lo que una amiga solicitaba en una vacante para contratar a un acompañante. Su madre era anciana y requería cuidados que, como hija debía ofrecerlos, pero la agobiaban agotando su paciencia. Por lo que escribió: Aprender cuidados especiales de dietas, ejercicios, y pasatiempos para hacer llevadero cada día. Volverse los ojos, los oídos, las sensaciones ante acontecimientos cotidianos para platicar con entusiasmo y en algún momento hacer más leves las penas de enfermedad, desamor, soledad, y olvido-. El recuerdo me produjo un escalofrío que corrió por el cuerpo y la conciencia. 

Cuando por fin se resolvió el trámite que a mí me correspondía, sentí que fui salvado por la interrupción de pensamientos que venían para ampliar la visión de acompañantes en una diversidad de situaciones. Salí del lugar dejando atrás el rostro que había provocado tantas imágenes. Sin embargo, la visión de ser acompañante reapareció con la gente de todas edades que por gusto o necesidad buscan transformar una serie de emociones en sentimientos de compasión o solidaridad antes que sucedan situaciones críticas de todo tipo. En días pasados alguien me comentó que era confuso acompañar a una persona. Es agradable dijo,  compartir momentos y espacios, pero de ponto eso de la armonía y el equilibrio desaparece. Increíblemente se vuelve una carga muy pesada el ser acompañante en una situación de equidad. Lamentó que solamente en las crisis se tratara de volver a ser mejor persona. 

Como  puedes ver, no todos tienen la paciencia para ser acompañante cuando se empieza a escuchar historias que tal vez no son de tu interés, se requiere comprender ideas muy diferentes, acordar valores tan dispares en una escala muy personal que  más bien separa. Puede ser optativo continuar en el disenso para no fracturar relaciones de amistad, de familia, o de servicio. Aunque me consta que en situaciones particulares una decisión es lo necesario para terminar con esas compañías que en lugar de ayuda infringen heridas dolorosas que luego hay que superar entre críticas y costumbres que dificultan retomar el amor propio como un principio incuestionable.

 Al fin y al cabo, los acompañantes somos todos. En el transcurso de las historias de vida el papel es de intercambio para desempeñar esa tarea. En un momento eres niño que acompaña con su energía a un viejo que renace a una infancia compartida. O te vuelves viejo para acompañar a la juventud que empuja fuerte y acompaña en los cambios duros, incomprensibles, pero necesarios para todos. De alguna manera hay que rejuvenecer para seguir en el entendimiento de la vida que no se detiene. Igual que hacer un alto, aunque seas joven, para encarar el deterioro o decadencia de quienes te acompañaron cuando eras indefenso, y tenías necesidad de cuidados.  Por lo tanto, los acompañantes se revisten de toda clase de apariencias, o mejor dicho cada uno los identifica de acuerdo con lo que ha dado y recibido. Entonces hay que reconocer constantemente de qué lado estamos. Es por eso que deseo para el hombre quien  propició este relato, ver su rostro en alto y que su labor sea en conciencia; que pueda alegrar su cara, o se libere y pueda declinar  como corresponde a cualesquier otro acompañante venga de donde venga. 

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